jeudi 2 juillet 2009

Que la tierra...



Una muy corta, pero grandiosa estadía en Ginebra, me permitió conocer a muchas personas ahora entrañables. Una de ellas es Manuel Borrás. Como saben, él es editor de Pre-textos. Todos conocemos la calidad de su trabajo, de su persona, y sabemos que no necesita mayores halagos. Al final de una cena estupenda en un restaurante etíope, cuando andábamos entre risas por unas calles húmedas de Ginebra, pude entregarle un ejemplar de mi novela, que buenamente Rodrigo Díaz, librero y editor de Albatros, había puesto en mis manos para a su vez pasarla a las manos de Manuel Borrás. Fue un acto generoso el de Rodrigo por facilitarme ese ejemplar, y generoso también Manuel por recibirlo y prometerme una lectura y una carta que acabo de leer. Con su autorización, y agradecido, la reproduzco aquí.

Querido Ricardo:

Supuso un placer conoceros en Ginebra y compartir mesa redonda contigo. Por fin pude leer tu muy interesante novela Que la tierra te sea leve. Tal como te prometí, paso a expresarte mis opiniones al respecto: Libro, a mi juicio, de indagación en la propia personalidad a través de los otros –de consumación de una vida en otra paralela– donde se desarrolla un proceso de ramificaciones ya desde el mismo tronco de su motivación: la búsqueda del sosia. O, mejor, de los sosias: por un lado César, después de un largo período residiendo en el extranjero, regresa a Lima decidido a reencontrarse y recuperar el vínculo con su hermano Sebastián, una enano bohemio de vida disipada; y por otro lado el narrador, que emprende la búsqueda de un hermano literario –o "alma gemela"– por medio mundo (Lima, Burdeos, Corea). Estos son los conflictos –en realidad el mismo– que estructuran y justifican tu novela. Se trata, insistiré, en una suerte de desdoblamiento del mundo: el ambiente sórdido y violento de cantinas y prostíbulos vs. el clima aséptico de las relaciones humanas en universidades y congresos literarios. De este modo, aunque las líneas trazadas avancen paralelas –condenadas a no tocarse
ni en las bifurcaciones–, son en realidad líneas clónicas. O algo mucho más complejo aún, pues de algún modo se complementan. Se complementan pero se repiten. incluso en sus desenlaces: la sustitución del hermano real por otro adoptado que hace mejor esas veces: Sebastián encuentra a Martín y el escritor a Thomas Bernhard (al que citas en la entrada de la novela, confundiéndose intencionadamente los términos autor, escritor, narrador).
Pero es una complejidad tejida con tal disciplina y creatividad que no interfiere en la lectura, los pespuntes pasan desapercibidos. De hecho el idioma tiene aquí por momentos dones creacionistas, místicos si exageramos; digamos que de alguna manera el idioma en tu novela posee la aptitud de habilitar sentidos nuevos a las palabras, o de registrar significados ocultos, o de devolverles un primitivo extrañamiento. Y suena realmente encantadora esa armonía entre naturalismo y fantasía. Baste el siguiente ejemplo para documentar esa inteligencia demiúrgica
en la factura y esa emoción contenida en el trazo:
"En algún lugar de la casa, todavía sin precisar exactamente dónde, ambos niños intuían que estaban cerca de lo buscado. El aire tibio del mediodía, colándose por las aberturas de las cortinas, los movía a presentir un espacio desmedido. Ellos corrían en dirección a la corriente del viento y, me atrevería a decir, viajaban con la misma ligereza: debajo, encima, entre aquel soplo que los arrastraba eximiéndoles de cualquier temor capaz de albergarse en todas las búsquedas". Acabo, como sabes, de citar el primer párrafo del libro, y me doy cuenta ahora de que todo el libro es y está ahí. El universo a escala de una pelota de ping-pong.
En fin, una estupenda novela que te agradezco hayas puesto en mis manos. Enhorabuena.
Un fuerte abrazo y mis mejores deseos para tu esposa,
Manuel Borrás.