Por Camilo Marks
Domingo 22 de Febrero de 2009
Ricardo Sumalavia se inscribe en el grupo, cada vez más numeroso, de jóvenes autores latinoamericanos con educación muy cosmopolita, residencia en el exterior —por lo general Estados Unidos o Europa— y creciente desarraigo con el país nativo, que se nota en híbridos o deshilvanados trabajos (no es éste el caso). Durante años, vivió en Corea del Sur, donde enseñó español en un centro de estudios superior, ha sido profesor en la Universidad Católica del Perú, donde coordinó el Centro de Estudios Orientales y en el presente fijó su domicilio en Burdeos, Francia. Una vida tan itinerante, en parajes tan remotos y, sobre todo, la sujeción a culturas e idiomas sin ningún lazo con el nuestro, podrían haberse traducido en una obra confusa, atravesada por las más heterogéneas influencias, lejos de una de las más ricas tradiciones literarias del continente. Sin embargo, sus libros de cuentos Habitaciones, Enciclopedia mínima y Retratos familiares demuestran que Sumalavia, aunque mañana se vaya a trabajar a Kazajstán, en ningún momento dejará de pensar y sentir como peruano. Y, lo que es más importante, tampoco dejará de escribir como peruano.
Que la tierra te sea leve (Editorial Bruguera, 2008, $10.000), su primera novela, transcurre en dos ámbitos narrativos paralelos, en apariencia sin conexión entre sí; poco a poco, sin embargo, van develándose los vasos comunicantes, los puentes, los sutiles puntos de encuentro entre ambas esferas. En los capítulos numerados según un sistema convencional, se cuenta la historia de dos hermanos, César y Sebastián, el último enano y apodado Féfer. Bajo múltiples puntos de vista narrativos —el del Camaleón, "que necesita un espacio cerrado para albergar estos afectos", el de la prostituta Raquel, el de César o una impersonal y desencarnada tercera persona—, sin orden cronológico, se exponen las peripecias de un grupo humano enclaustrado, que se va arrinconando en sitios inaccesibles de una vetusta mansión —llamada la Gran Casa—; ellos crean y recrean, hacen surgir y desaparecer a personas, hechos, episodios de preferencia lúgubres, esperpénticos, macabros, repelentes, en tinglados cada vez más patibularios, si bien no escasean los pasajes líricos e hiperrománticos, como los paseos de Cristina por el estanque de peces o el enamoramiento de Martín por su inquilina Inés, con la consiguiente furia de Raquel: Martín sacó de la calle a Vanesa y Raquel, arrancándolas de las manos del Gavilán, su protector, y está elaborando una crónica con ayuda de Féfer. Toda esta historia posee un carácter onírico, irreal, cuyo centro es un acontecer de límites imprecisables. Quizá la palabra gótico sea la mejor para definir el clima y el estilo de Sumalavia en los ires y venires de sus funambulescos héroes y heroínas. No estamos, claro, en castillos abandonados con misterios espeluznantes ni tampoco ante mujeres locas que se inventan un pasado inexistente —Charlotte Brontë, T. Williams—, pero esa ilustre vertiente parece visible en Que la tierra…
Memorias de Burdeos, Tongseng y Baumgartenhöhe son tres secciones insertadas tras la mitad de esta notable e inusual ficción. A primera vista, se trata de ensayos autobiográficos, sin el más remoto enlace con lo que hemos venido diciendo. Y, por cierto, estamos ante tres piezas perfectas, amenas, divertidas, sobre encuentros y desencuentros entre literatos, académicos o críticos en situaciones algo implausibles. Sumalavia asiste, mediante un golpe de suerte burocrático, a un congreso internacional en el puerto francés, que versará sobre la obra del gran poeta Martín Adán, cuyos versos admira tanto como su novela vanguardista La casa de cartón. De súbito, aparece Christophe, quien formó parte de su grupo juvenil hace décadas, totalmente amnésico. En Tongseng, Sumalavia está empeñado en traducir al gran novelista coreano Yi Munyol, pero choca contra el profesor Lee, a quien sólo le interesan las historias de la literatura. El hermano de un docente, vecino de Ricardo, desaparece en la India. Y en Baumgartenhöhe el protagonista es una eminencia de las letras peruanas, quien comparte su estadía en un sanatorio austriaco con Thomas Bernhard, mientras este último concibe El sobrino de Wittgenstein.
Las afinidades entre el conjuro verbal de la Lima prostibularia y absurda de Que la tierra… y sus piezas de sofisticado carácter novelesco deberán ser definidas por el lector. Y si se trata de un lector agudo, disfrutará intensamente con este relato.