mercredi 11 février 2009

La deseable levedad

Por Rosella Di Paolo

¿Por qué no se quedan quietas las casas de la infancia? ¿Por qué nos siguen hasta en sueños, con papás, con escaleras, con hermanos y patios, con secretos y ventanas, con juegos?
En los admirables cuentos de "Habitaciones" (1993 y 2002), "Retratos familiares" (2001) y "Enciclopedia mínima" (2004), pudimos entrar en esas casas vivas y crujientes, y ahora, en su reciente novela, Ricardo Sumalavia (Lima 1968) retoma esa escenografía subjetiva en la que hermanos de sangre o de aventura existencial no dejan de buscarse o de hablar o escribir entre cuartos oscuros, barrios violentos y países lejanos. Todo esto en manos de una prosa tan despejada para narrar hechos, como envolvente y ambigua para sugerir conexiones entre pasado y presente, entre lo anclado, lo delirante y aun lo mítico, pues las sombras cómplices y alternadas de Cástor y Pólux parecen marcar la novela desde sus cimientos, desde la dualidad de sus materiales narrativos.
En un plano, y contada por distintas voces, está la historia de César, que padece un mal respiratorio; Sebastián, su hermano, que sufre de enanismo, y Cristina, la bella y bondadosa media hermana que rebautiza a Sebastián como Féfer, nombre de resonancias fantásticas y sexuales, a la vez que alude a trastos o baratijas, aspectos todos que irán cumpliéndose en ese personaje desconcertantemente sensible y chapucero. En los recovecos de la Gran Casa, ellos establecen sus juegos y rituales de búsqueda y ocultamiento que continuarán de alguna forma, casi en clave de novela negra, cuando sean mayores, en otras casas, o la misma casa desdoblada, entre cuchillos y prostitutas. Interpolados en esa historia, aparecen tres relatos de Ricardo, joven profesor de literatura y escritor peruano, ubicados en Burdeos, Corea y Lima, y donde muchos detalles "verificables" parecen deseosos de llevarnos a asumir esos textos como testimonios del autor.
Lo que a simple vista es el choque brusco de dos pelajes narrativos, podría ser la expresión de la tenaz hermandad entre lo ficticio y lo real. De hecho, los tres relatos 'autobiográficos' se transmutan en material extraño (amnesias, desapariciones misteriosas, existencias improbables); y, a su vez, ese mundo casi feérico que es la infancia en la casona, con su enano, su princesa, un retrato secreto, una pileta, un Camaleón elusivo (¿la voz de la Gran Casa?) entra en descomposición por obra de la enfermedad, actos criminales, o por esa complejidad adulta que dificulta restablecer ingenuos vínculos fraternos, o traer la pureza de vuelta de las aguas podridas. Respecto a esto último, un sugestivo texto de Habitaciones, "Ella azul", reverbera aquí de modo curioso, y fija el punto lírico más alto de la novela.
El que la ficción parezca desembocar en la realidad y viceversa, las hermana en un juego de complementos que, de paso, se conecta con los tantos hermanos reales, y esquivos dobles, que recorren el libro, no solo los ya mencionados, sino los que dejo al buen ojo del lector.
Con creciente intensidad, la obra despliega asombrosos espacios y voces narrativas, a la vez que con un fresco sentido lúdico se echa a buscar a sus hermanas novelas, según sugieren las estupendas alusiones-homenajes a "La casa de cartón" o "El sobrino de Wittgenstein", entre otras.
Como atendiendo el ruego del título, en este hermoso y extraño libro la realidad parece volverse muchas veces tan leve como un sueño. Aunque por ser una inscripción mortuoria, quizá fuese más justo pensar o desear para sus heridos personajes, y para nosotros, que el oscuro sueño de la muerte no pese más que el oscuro sueño de la vida.


En: El Comercio

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